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Me gustan los hombres que lloran

  • Foto del escritor: María Claudia Dávila
    María Claudia Dávila
  • 26 feb 2018
  • 2 Min. de lectura

No me dejan de parecer raros, los tipos con aires de macho alfa que parece que no se conmovieran con nada. Claro, sé que la sobreexposición a las noticias trágicas y amarillistas ha hecho que todos de alguna manera naturalicemos la violencia y la fatalidad al punto de que no se nos ablande el corazón tan fácil. Pero, aceptémoslo: es totalmente humano de vez en cuando, pegarse una lloradita.

Cuando era niña y mi mamá se daba cuenta de mi ceño fruncido y mis expresiones de dolor, mis intentos por llorar se convertían muchas veces en fallidos. Ella creía que si la gente me veía llorar iba a notar mi vulnerabilidad. Por eso me hacía contener en público. Supongo que ella no era consciente, pero lo que estaba haciendo era, en términos de Darwin, darme las herramientas necesarias para volverme cada vez más apta a mi entorno y sobrevivir a que los otros niños no me comieran viva si me mostraba como el eslabón más débil de la cadena alimenticia. Vivía dividida; por un lado quería llorar y por el otro, quería mostrarme inequívoca, ecuánime, tranquila. Eso le trajo mucha tensión a mi vida.

Por eso, no me imagino lo triplemente jodido que era la misma situación para un niño. Desde que nace, al niño lo visten de azul y lo llenan de símbolos que demuestran su hombría. Lo enseñan a ser un varón, a mostrarse como el macho alfa de su manada: ser el más fuerte, el más seguro, el que más mujeres tiene, y a no mostrarse vulnerable. Imagínese un mundo en el que Rambo llorara combatiendo en la guerra o Jackie Chan tenga prescindiera de sus luchas marciales para limpiarse las lágrimas. Tal vez, sería chistoso, pero más allá de eso, sería un mundo que haría menos presión en sus niños y hombres. Habría más espacio para aceptar el dolor y expresarlo y mucho menos, para juzgarlo y burlarse del mismo.

Pero seamos francos: estamos lejos de eso. He vivido muchas situaciones en las que los hombres se avergüenzan hasta las bolas de su propio llanto, porque creen que el tamaño o la testosterona que albergan los testículos es inversamente proporcional a las lágrimas que se les permite soltar. Y si me preguntan a mi me parece todo lo contrario: ¡qué bolas las que tiene un man que es capaz de llorar, y más aún si es en público! Creo que en un mundo que sataniza tanto el llanto del hombre como si fuera más vergonzante que el de la mujer, solo por salir de un cuerpo que tiene dos bolas y un pene, aquel que lo hace es de admirar.

Un hombre que llora reconoce el valor de la expresividad. No tiene miedo de desnudar sus emociones, de ser juzgado o que le digan que se comporta como “una niña”. Es un luchador del patriarcado. Es un feminista aunque no lo sepa. Reconoce que está bien mostrarse vulnerable al mismo tiempo que resiste las normativas de lo que se supone que está bien que los hombres y las mujeres deberían hacer.

Es un rebelde que se la juega por ese mundo ideal en el que Rambo y Jackie Chan llorones, son los ídolos de los niños.


 
 
 

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